Raul Córdula
La mano armada de colores
Uno de los rasgos más ricos de nuestro arte contemporáneo se manifiesta por una informalidad compulsiva. En la pintura de Plínio Palhano, esa tendencia se muestra viva, casi coreográfica, en una danza progresiva que construye una fascinante obra de color y movimiento. Los grandes formatos de los lienzos, que soportan la dramaticidad de los distintos movimientos de ese ballet de colores, son la arena donde las luchas internas del artista desaguan en ese mar de intranquilas olas, uterino como el mar primevo, generador de mundos. Arena o tatami, los lienzos grandes me hacen recordar lo que un día oí de Manabu Mabe: "Como un samurai, ataco el lienzo con mi pincel: cada color, un golpe; cada golpe, un movimiento..."
Olas intranquilas como intranquilos son los pasos de quien genera, de quien añade a la superficie del planeta más combustible para el fuego de las almas. Mejor es decir convulsivo, como una música sin escala, pero de ritmo exacto y de armonía fuerte: atonal y vibrante. El actual conjunto de la obra de Plínio es distinto en su unidad, pero forma en su todo una pieza con plena cohesión, una totalidad singular en la variedad de emociones distintas y opuestas que se dejan atravesar por las tramas de su tejido nervioso. Tal como música, tiene secuencias en andante, pizzicato, alegro y cantata, surgidas del revolver de la materia pictórica en busca de una apoteosis que pueda traducir todo ese armazón de figuras representadas - no la figura-figurativa sino el signo humano, la referencia centrista del "yo estoy" -, pasos de baile, escenarios, climas, reflexiones y emociones extremas. Ese clima, sin embargo, conlleva la contradicción que identifica al mayor delirio del artista, una vez que en los últimos cuadros entra la pintura en sintonía con el paisaje para representar a la exuberante visualidad de Olinda. Sin chocarse con las normas académicas (figura, paisaje, abstracción), su proceso creador se confunde con el proceso mismo de su vida, cargado de todo su complejo psicológico. Desabrocha otro sentido en esa pintura, mejor dicho, en esa repintura porque ella repinta, redescubre a esa Olinda sombreada de verdes y rojos, de oscuros en las copas de los mangos, de colores madurados, azul de mar, luces cortadas de nubes, poca geometría y soplo vegetal. En ese punto, huye la pintura del dominio del artista y se vuelve colectiva, deja el terreno de la introspección e invade los patios y las calles, abandona el escenario - lugar de ejercicios solitartios - y va hacia el aire libre - la piel del planeta -, y se confunde con el acto de vivir.
Si la vemos desde lejos, podemos pensar que la obra de Plínio ha estado recorriendo un accidentado camino desde adentro hacia afuera, un proceso de gestación y parto en busca de la construcción de su ser. Desde el signo hacia el paisaje liberador, desde la modulación cromática hacia la materia, a la masa de tintas puras, como si su mano se armara de colores, y su retina, de espacios, registrando su cuerpo mismo, su verdad absoluta.
Si la miramos de cerca, podemos ver los instrumentos de ese artista: su imprecisión, sus frases sueltas, sus sugerencias de figuras-figurativas, sus negaciones y miedos, sus afirmaciones tajantes. El caminar en el escenario, la carpintería, la iluminación, el sonido - el sonido del color - el brillo, la humedad, la seguridad, la limpieza y la velocidad.
No se concluye un texto como este: es como la pintura de Plínio. Ustedes todavía no han visto nada...
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