José Cláudio
La "Coplas a la muerte de su padre", de Plínio Palhano

Son paisajes ideales, de quien los viese a vertiginosa velocidad, como la de alguien que cae en un abismo, sin tiempo para distinguir los distintos reinos de la naturaleza. Manchas sanguinolentas, grafismos, que podrían ser de hierba, son los únicos indicios de vida, o hechos relacionados a la vida, en esa atmósfera incandescente de superficies desérticas que nos parecen dejadas violentamente para atrás, testimonio de algún reciente, terrible e irreversible cambio en la sede de la galaxia, contra lo cual no hay recurso posible. Como si de repente se nos quitara la presión atmosférica y nuestros cuerpos explotaran - o la ley de la gravedad -, y fuéramos chupados por el espacio sin saber hacia adónde. Este conjunto de cuadros podría ser llamado de "coplas a la muerte de su padre", pero sin el consuelo de la fe cristiana de Jorge Manrique: la eternidad aquí, si es que viene al caso, es la del mundo mineral aleatorio, mudo e insensible, que la inútil presencia de la vida no ha llegado a perturbar, a poluir, y hasta las manchas de sangre quizás no sean más que ilusión óptica, desesperación de la búsqueda de lo que nunca ha existido, y nosotros mismos quizás seamos alucinación, aunque no sepamos de quién o de qué. Hay en los cuadros esa perplejidad metafísica que alcanza, en los de formato más grande, lo que el pintor llama de "paisajes en todo", su punto más dramático. Muchas veces hay recuerdos de formas antropomórficas o de animales, surgidas casualmente o que descubrimos desde nuestro subconciente, sin que el artista siquiera las hubiera notado: algunos creen que tales apariciones no resultan del acaso sino que son obra hecha, aunque al hacerla, el pintor no se haya dado cuenta. Traducen tensiones internas o son formas a las que el artista se apega, volviéndose obsesivas, y que reaparecen en los cuadros integradas a los más distintos contextos. Sobre todo en lo que él llama de "paisajes en partes", se nos presenta, tanto en sus cuadros de desnudos cuanto en los de buyes, una de las exposiciones más expresivas de la reciente zafra de pintores de Pernambuco. Ahora, con el pretexto de pintar formas de piedras, detalles de paisajes, lo que hace el pintor es una revisión o fijación de estilo completamente libre de preocupación figurativa: sólo es figurativo porque él lo dice, y en su conjunto, los cuadros de hecho muestran un punto de partida, aunque piedras, o lo que sea, son lo que menos importa. Es interesante el hecho de que, para el pintor, todavía existan mitos superados hace tiempo, como la indecisión entre figurativo y abstracto, aquel momento vivido por Cézanne y Van Gogh, y que Plínio busca sentir en la carne, temiendo quizás, en el caso de decidirse por la pintura abstracta, caer en una especie de nihilismo. Hay en él además la ansiedad, quizás inconciente, de hacer arte moderno, seguramente porque un día aceptó el arte académico, e ingenuamente, en un testimonio que deberá estar en este catálogo, se vanagloria de rebeldías belasarteanas, como si viviera en la época de Courbet, en los años 80, pero del siglo XIX. Y no lo cito como ironía: lo que sí noto es una identidad de idiosincracia de pueblo colonizado, la que, lejos de disminuirlo, lo legitima como puro ejemplar de la pintura brasileña, antropofágica, según decía Oswald de Andrade, que deglute las experiencias alienígenas y con ellas se robustece.

La depuración, la verificación del estilo mismo del pintor ha llegado aquí a un nivel máximo, y nos excita la curiosidad de saber qué hará el artista después de atravesar esa frontera.



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